Valeria Castro, la fuerza serena de la voz más enraizada ‘con cariño y con cuidado’ es un repaso a los aprendizajes adquiridos por una joven palmera a la que el tiempo le ha cundido como a las más sabias del lugar por FERNANDO NEIRA.
A Valeria Castro no le gustan las letras mayúsculas, tan imperativas. Es un tic generacional, ya saben: le sugieren altanería y griterío. Pero esta cantautora de La Palma es, a sus 23 años muy bien aprovechados, una mujer de ideas extraordinariamente claras en lo artístico. Por eso sus colaboradores más estrechos rara vez le formulan objeciones cuando llega al local de ensayo con el esbozo de una nueva canción y empieza a explicarles su desarrollo. Ya han tenido tiempo de aprender que cualquier indicación que ella les traslade es fruto de una reflexión previa, de un análisis concienzudo.
Toda esa sabiduría tan precoz y temprana confluye ahora en con cariño y con cuidado (en minúsculas, por supuesto), un álbum nacido de la ternura pero también desde la firmeza. Una radiografía del alma formulada en primera persona; un ejercicio de autoestima y amor propio y, sobre todo, la constatación de que su firmante solo sabe hablar de aquello que verdaderamente le concierne y conmueve. Ella misma lo resume con ese aplomo sereno que la caracteriza como conversadora: “No sabría ser actriz, al menos en lo referente a mi música. No puedo inventarme una historia para una canción; solo sé cantar mi propia verdad”.
Esa verdad a la que alude nuestra protagonista se corresponde con el último año y medio de su vida. Coincide casi al milímetro con aquel colosal impacto sobre el ánimo y las emociones que supuso constatar la voracidad implacable de unas lenguas de lava que acongojaron al mundo a lo largo de casi dos meses. Pero nada de lo que canta y cuenta Valeria se comprendería sin todo su bagaje previo; sin el aliento de una tierra, una familia y un paisanaje, sin la huella indeleble de ese valle de Aridane al que alude implícitamente en costura. Porque Castro apela a la raíz no solo en la canción que enarbola ese término como título, sino cada vez que abraza la guitarra y alza esa voz profunda, trémula, orgullosa.
No canta solo ella, a título particular: canta todo un pueblo, una manera de concebir la vida. Es la voz de la sinceridad y la esencia. Una garganta en carne viva.
Una aprendiz de cuatro años
Es indudable que la niña Valeria llegó al mundo con un don, pero también que lo ha cultivado a conciencia, con esa ética del trabajo y el esfuerzo que lleva tatuada en los genes, desde una edad tempranísima. Apenas tenía cuatro años cuando sus padres la matricularon junto a Paulina, su hermana gemela (“nos parecemos como dos gotas de agua, aunque de carácter seamos muy distintas”), en la Escuela Insular de Música de La Palma. Doña Mila, la directora del centro, no tardó en avisar a los Castro: “Cuiden bien a esas chiquillas, que son un tesoro”.
A la quinta primavera, Valeria Castro ya había compuesto su primerísima canción, una cantinela ingenua que todavía hoy recuerda con toda exactitud, aunque el pudor le impida revelar alguno de sus versos cándidos. A los seis años jugueteaba entre las teclas del piano, a partir de los nueve aprendió un buen puñado de acordes en la guitarra y al desembocar en la adolescencia, entonces ya sí, se puso a escribir canciones propias con cierta regularidad. En inglés, como un ejercicio de responsabilidad y perfeccionismo, dos de esas características que la han acompañado desde siempre. “Bueno, y como un truco para esconder o disimular mis propias historias. Justo al contrario que ahora, que le doy tanta importancia a lo que cuento”, se sincera.
No eran composiciones aprovechables, aunque Castro, siempre dispuesta a congeniar consigo misma, a tratarse también ella con cuidado y con cariño, les guarda el “aprecio” que merece todo proceso de aprendizaje honesto. Porque el veneno sin cura de la música, qué duda cabe, ya le circulaba en proporciones descomunales por todo el torrente sanguíneo a aquella chavalilla enganchada por entonces a las radiofórmulas y los éxitos de Shawn Mendes o Pablo Alborán. “Al primero le vería guapo, supongo”, se sonríe hoy, indulgente. “Y Pablo hoy no representa lo que más me interesa, pero me sigue mereciendo todo el aprecio”.